Graciela Ovejero Postigo & Noel Langone
Noel Langone
Graciela Ovejero Postigo
sigo con la Serie iniciada en Colombia el pasado febrero:
GROUNDING / Desarrollos sintomáticos < SPECIAL SERVICES >, esta vez con
< a l g o eX-acta-mente somero >< cultivo de aquello que nutre, nutrición de aquello que da >
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R E S E Ñ A
por Daniel Veloso
Dos performances en una noche de tormenta
De pie, frente a mí, un joven jugador de fútbol conversaba con un entrenador. El hombre, de pelo blanco, llevaba como el muchacho una campera deportiva, con las insignias de un club capitalino. Su acento era de España. Madrileño tal vez. Miraba por las ventanas empañadas, al igual que yo, el agua que caía, con la esperanza de que amainara cuando le tocara bajar.
Pero lo bueno es que esto sí se dio. Al tomar la avenida 18 de julio la tormenta empezó a aflojar, y cuando llegué a la altura del monumento al Gaucho apenas caían un par de gotas. Descendí del ómnibus y sentí el aire frío de la calle empapada. Crucé 18 pero al intentar cruzar la siguiente, Constituyente, un río que corría junto al cordón de la vereda me lo impidió. Con paciencia caminé cuadra arriba buscando un lugar donde la corriente fuera más angosta. Treinta metros más allá se veía un pequeño montículo en el asfalto. Llegué hasta ahí, tomé impulso y con una pequeña carrera salté el torrente.
Ya eliminado el obstáculo comencé a bajar hacia Palermo, en dirección del Río de la Plata. Iba por la calle. No estaba dispuesto a caminar por la vereda con tanta baldosa floja. De los altos plátanos caían grandes gotas como queriendo perpetuar la lluvia. Por lo menos un rato más.
Casi al llegar al fin de la bajada doblé a la izquierda y tras un breve repecho llegué al laboratorio de imagen. Entré a la casona reciclada, atravesé un angosto zaguán y en una sala de piso de madera encontré un grupito de personas que charlaba animadamente. Allí estaban las dos mujeres que harían sus performances esa noche lluviosa. María Noel Langone, uruguaya, de treinta y algo de años, de pelo ensortijado y rojizo.
Venida desde Buenos Aires a través del río, estaba Graciela Ovejero Postigo, argentina, tucumana y californiana, según su migrante historia, de edad mediana, aspecto severo y afable, ojos y pelo oscuros como los cielos nocturnos de su provincia natal.
Las acompañaba Mariana Picart Motuzas, longa performer, de también largo pelo negro, voz poderosa y maneras sencillas, que lleva la performance en su forma de ser. Para ella su arte es juego y es fuerza vital, enredándose y desenredándose según los sutiles e intrincados meandros de su propia vida. Mariana es coproductora del espacio De a dos, junto a Jarbu, coordinador del LablT, el laboratorio de diseño de imágenes y espacios, sobre todo museos temáticos para la región y España.
De a poco, la gente que se animó a capear la tormenta, fue llegando. Muchos son artistas o escritores, como el poeta Luis Bravo. Una madre, performer también ella, ha traído a sus dos niñas. Otro performer ha venido desafiante vistiendo sus humildes ropas, un saco sin mangas como de atrevido prestidigitador.
A último momento llegan un par de personas en bicicleta. Las acomodan en el zaguán justo a tiempo. Se abre una puerta y se invita a pasar a la sala principal. Más larga que ancha, allí se trabaja a diario pero para estas ocasiones, las computadoras y equipos se han ocultado dejando libre el espacio.
Es el turno para Noel Langone.
Me ubico al final de la sala. Frente a mí, en una mesita redonda, de chapa, como las que se ponían en las veredas de los bares, sobre todo en verano, hay una tuna en una maceta. Las espinas, a la defensiva, ya revelan lo que vendrá. En la pared contraria se proyecta la luz blanca de una imagen. Noel toma un pequeño objeto y lo pone delante de una cámara. En la pared aparece una figura de plástico rojo. Es un guerrero piel roja, o tal vez un buzo con arpón. Luego en la pared pantalla todos vemos la mano ampliada de Noel colocarle un adversario al hombrecito rojo. Es un soldadito azul de la segunda guerra. Alemán, japonés o australiano. Ridículo con su casco de acero, como si este fuera a protegerle su cabeza vacía de autómata.
Más cerca de donde estoy, Agustín Lucas, el poeta futbolista, lee un texto extraño que relata una pelea, un combate sangriento y jubiloso. Los contendientes, estos antagonistas cuasi griegos, se enamoran, se estrujan los huesos, se reconocen en sus labios partidos, en la furia de sus arremetidas, en el suelo que retumba.
Mientras, Noel Langone continúa intercambiando los personajes de plástico. Ahora es un enano con cimitarra que se enfrenta a un samurai de pantalones flojos; después le toca a un superhéroe karateca que tuvo su auge en la época de las panteras negras, contra un villano extraterrestre salido de una película de ciencia ficción de los cincuenta. Aquellas de guiones maravillosos y presupuestos ruines que no estaban a la altura de los sueños.
Agustín, lobo estepario, concluye con la lectura de los hechos heroicos, del fin esperado del amor entre Gilgamesh y Enkidu después de hacer temblar las montañas y los bosques. Noel así lo sabe y toma la iniciativa. De ojos vendados, cascabelea y se enfrenta a sus enemigos imaginarios. Golpea y recibe, y vuelve a golpear.
Luego reparte globos rojos entre las personas del público, para que los inflen con aire tibio. Descubren estas que cada globo tiene adentro un papelito con un mensaje y que eso hará que se terminen involucrando en la reyerta. Se ve en el disgusto que dibujan en sus bocas. ¿Acaso esa pelea también es de ellos?
Noel cae al suelo y una lluvia de globos amorosos la cubre. Luego las duras espinas de la tuna acabarán con cada uno de estos.
María Noel toma un libro y lee: “¿y si fuera el agua?”
“Sería el pez luna” dice una voz que ha tomado uno de los mensajes de los globos rojos.
Y así interroga a las personas, a las paredes de ladrillos rojos, al aire eléctrico, al amor de todas las cosas, de todos los lugares.
El público ha sido invitado a volver al punto de partida, a la primera sala, que da a la calle con jacarandás. Las personas están calmas, hablan bajito, hasta las niñas, que no tendrían por qué, lo hacen.
Se abre la puerta que une ambas salas, aparece Mariana y los invita a pasar nuevamente. Esta vez todos se sientan en el piso de madera, contra la pared. Graciela Ovejero queda sola, de pie, cegada con una almohada negra, obturado su paso por una trabazón de madera.
El trueno retumba en la sala. Son las masas de aire que ascienden rápido y hacen restallar sus ondas contra las ventanas. Son los elementos que Graciela invoca, que aspira, suda, desmenuza y vierte.
En un espejo de aguas mansas enseña el reflejo de sus rostros a las personas sentadas, deja crecer sus cabellos blancos y una barbilla persa que ella misma hiló con la lana de las cabras sagradas. Invoca al fuego de Zoroastro, derrama semillas entre la arcilla y se construye a golpes una nueva corteza para su cerebro.
Lanza con sus dedos gotas de orujo sobre las cabezas de las gentes. Imagino el olor de la ruda del fondo de la casa de mis abuelos. Recuerdos entre los caminitos que hacía en el pedregullo.
La lluvia sigue y también Graciela. La tormenta no tiene prisa y vacía sus sacos como de polen una abeja.
Estamos en una feria humeante de cordero asado del Asia central. La rapsoda relata en su poema épico, el combate entre el bien y el mal, la crueldad gratuita, la injusticia diaria. Deja huir el aire de un globo hacia las estrellas y al de otro lo conduce por un cuerno de madera. Es el grito de la tierra entre las grietas lo que se oye.
Luego vuelve a ocultar sus ojos y nos pide que escribamos sobre ellos. Las personas dicen “mundo”, dicen “tierra”, piden paz, descanso. Ofrecen su esfuerzo, sus manos, sus ojos. Escriben “trataré”.
Graciela toma las palabras y las enciende y las eleva en carbón que se mezcla en el aire húmedo.
La tormenta se aleja. Ha terminado la lucha.
Daniel Veloso
12 de agosto de 2014.
Graciela Ovejero Postigo
Fotos: Jar Bu
LINK:::NOTA sobre trabajos realizados en febrero 2014 por Ovejero Postigo en Colombia